domingo, 25 de mayo de 2014

El patrón de lo aleatorio

No, mi infancia nunca tuvo un pueblo donde refugiarse.

Nací hace casi 54 años, y la primerísima parte de mi vida la pasé en un barrio de las afueras de Madrid, una zona proletaria, maltratada por una nula planificación urbanística y por la proliferación de edificios feos y baratos que ocupaban el lugar de las antiguas casitas con tejas de barro.
Los niños jugábamos en la calle, en los descampados, terrenos baldíos por los que aún de vez en cuando transitaba el ganado. Lo pienso ahora y parece una postal en tonos sepia, algo sacado de un archivo histórico municipal. Pero era así: yo recuerdo las ovejas entre los escombros, recuerdo jugar al escondite tras sillones desvencijados y coches abandonados. Los mayores nos decían: ¡No juguéis en el descampaó! Pero era el mejor sitio mejor para hacerlo. Hasta ranas había, me parece. 
Muchas calles eran aún de tierra, el resto de adoquines. Las más grandes, con comercios humildes junto a restos de fábricas o lecherías o carbonerías, ya estaban asfaltadas. Los autobuses que llevaban al centro aún conservan el mismo número de línea, algo que ahora me parece un milagro de permanencia inaudito.
También había metro, con escaleras de azulejos y anuncios de Mirinda. Y asientos de madera y unas barras de hierro que te dejaban en la mano el mismo olor indeleble que los columpios: todo medio oxidado. Feo, pero auténtico. Todo a punto de desmoronarse, porque en esa época (¿y en cual no?), los cambios se sucedían a una velocidad vertiginosa. O eso me parecía a mí entonces.
Vivíamos en el cuarto piso de un edificio con ascensor, no permitan que los niños viajen solos, y la realidad era que lo hacíamos poco: la mitad de las veces estaba estropeado o a punto de, y a nadie le resultaba atractiva la idea de quedarse encerrado entre el segundo y el tercero, esperando horas a que aparecieran los señores del mono azul, o peor aún, que tuvieran que sacarte en volandas por el espacio minúsculo abierto entre los dos pisos.
La casa tenía balcones y las vistas eran variopintas. De un lado, un enorme terreno en el que estaban construyendo lo que muuuucho más tarde sería el Polideportivo Municipal, con un campo de fútbol sin césped en el que mis vecinos años después practicarían lucha libre en el barro, intentando patear la pelota. Del otro lado, una calle muy concurrida, con una carnicería, una mercería, un taller mecánico y una bodega que siempre olía a trapo sucio, a alcohol rancio y a ancianos que escondían caramelos mohosos en los bolsillos. Esta calle terminaba abruptamente y en la manzana contigua estaba el colegio de monjas, al que asistí hasta los catorce años.
Todas las paredes de la casa estaban cubiertas por papeles pintados, con motivos decorativos insólitos y sugerentes: el del salón tenía unas amebas irregulares de color gris que flotaban en un plasma amarillento, las mismas que había en el comedor, pero estas eran rosáceas; el dormitorio de mis padres tenía motivos florales geométricos en marrón y naranja chillón, bastante psicodélicos, ahora que lo pienso. Nuestro cuarto, porque mi hermana y yo compartíamos habitación, tenía una decoración más afortunada, discreta y abstracta en las paredes: puntitos de diversos tamaños que se arracimaban siguiendo patrones que, aunque pretendían crear un efecto aleatorio, se repetían de hecho cada metro y medio, aproximadamente. Pero para darse cuenta de esto había que mirar muy detenidamente el papel. Yo lo hice y llegué a crear divisiones mentales en las zonas donde el estampado iniciaba la repetición, y ya no era capaz de ver más que la secuencia con principio y fin concretísimos en el dibujo del papel. Los puntitos eran de diversos tonos de azul. Siempre quise explicarle este fenómeno a mi hermana, pero me daba vergüenza compartir mis obsesiones, que ella se riera de mí o no entendiera. O peor aún, que me dijese que no era cierto y que no había ningún tipo de orden en los millones de puntos que bañaban nuestras paredes. Porque lo había.
El cuarto de baño y la cocina no tenían papel pintado, sino azulejos. Verdes los del baño y de nuevo motivos florales naranjas y marrones en la cocina.
No recuerdo el pasillo. Creo que es porque nunca me detenía en él más de lo imprescindible, el trayecto veloz para volver a la habitación o al salón desde el baño.
No sé por qué siempre estaba tan oscuro ese pasillo interminable.

domingo, 4 de mayo de 2014

El velorio

La cocina de la casa del pueblo es más grande que nuestro salón.
Conserva el antiguo hogar de la lumbre, tan alto como una persona adulta y con un tiro de chimenea que podría dar cabida a Santa Claus con trineo y renos incluidos, sin estrecheces. El interior se alicató en los años sesenta, entonces había una cocina económica, con carbón y leña apilados al costado, un mueble de hierro negro con multitud de puertas, hendiduras, anillas desmontables y peligros fascinantes, al que no te podías acercar sin que se te acelerara el pulso ante el temor a la catástrofe. Yo tenía cuatro años y recuerdo noches de invierno asando castañas en ese aparato del averno.
El suelo es de losetas de barro cocido; en algunos rincones hay manchas indelebles que atestiguan grandes acontecimientos de la historia: esa de ahí es de aceite hirviendo, de cuando a la abuela se le volcó la sartén con las patatas y nadie se preocupó por limpiar, porque había que ir al hospital corriendo. Esta pequeña de aquí es tinta china, de la que usábamos antes con el tiralíneas; los niños del pueblo pasábamos muchas horas en este lugar, a veces haciendo las tareas de la escuela, otras, la mayoría, jugando debajo de esta mesa tan grande, fastidiando a la abuela o escuchando la radio mientras merendábamos pan con mantequilla y azúcar. La madera de la mesa estaba llena de arañazos, e incluso de nombres tallados a escondidas. Cuando todos los niños se hicieron mayores, la abuela la mandó lijar y barnizar, borrando las historias de amor y los martillazos fallidos al intentar abrir nueces. Tuvieron que sacarla al patio entre varios hombres fornidos. Y pudieron volver a colocar la mesa en su exacto lugar, porque al moverla aparecieron cuatro cuadrados perfectos de un color más claro que el resto del suelo. Aquí el paso del tiempo deja huellas rotundas.
En esa pila de mármol enorme se lavaban las ollas, las sábanas y a los afortunados niños que aún cabían. Quizás mi primera toma de conciencia con lo que suponía hacerse mayor fue cuando dejaron de bañarme en la cocina. Más por pudor que por tamaño, imagino. El fin de la infancia era asearse en el cuarto de baño, había algo emocionante y también triste al meterse en la bañera, siempre que fuera verano, el resto del tiempo lo que había era un frío mortal y muchas legañas añejas. Para la ropa se usaba una tabla estriada y ¿un palo? Creo que la abuela golpeaba la colada, pero mi memoria no recupera el objeto con que lo hacía. 
Las sillas, ocho alrededor de la mesa y otras cuatro pegadas a las paredes, son lo que ha variado con más frecuencia, los elementos más torturados por el uso. También está este taburete bajito y roñoso pero aún estable, que siempre ha sido mi favorito para sentarme en un rincón, que la abuela usaba para alcanzar las alacenas más altas, y que jamás ha necesitado reparaciones ni arreglos de ningún tipo. Un superviviente auténtico. El resto de los muebles han sufrido los bamboleos del tiempo y de las modas, se cambiaron armarios, se añadieron electrodomésticos, se sustituyó la lámpara, se instaló uno de esos exterminadores de insectos con luz azul, en vez de las asquerosas tiras pegajosas y mugrientas que colgaban del techo, ondeando cadáveres de moscas y polillas. El sonido crujiente de la muerte, ese ruidito horrible que te eriza los pelos de la nuca cada vez que un incauto se electrocuta al acudir embelesado hacia la luz. Qué invento nefasto. 
Queda también la panera de madera blanda, con ese olor a cosa fermentada e inútil ya. Las cerámicas ajadas sobre el reborde del hogar, alguna canasta de mimbre y las cacerolas de aluminio, que ahora albergan geranios, albahaca, perejil; todo muy pintoresco.
Y está este reloj de plástico naranja colgado en la pared, un objeto kitch, fascinante y precioso, que además de la hora señala el día de la semana y el mes. Por supuesto, está parado desde hace siglos, creo que en algún momento intenté conseguir esas pilas gordas, como las que llevaban los primeros juguetes a pilas, y no fui capaz de encontrarlas. Si aún existen, deben ser un artículo excepcional: en la era del litio, ¿quién puede pretender una fuente de energía descatalogada?
En esta misma cocina una vez se veló a un difunto. No era un miembro de la familia, pero sí alguien con quién se compartió todo, angustias, alegrías, incertidumbre, disgustos y hazañas. Hay quién dice que mi abuela lo acogió porque era un miliciano, compañero anarquista del abuelo. Otros dicen que fue su amante siempre, y que la guerra sirvió de tapadera perfecta a sus afectos. Yo sólo recuerdo lo que me pareció una obra de teatro surrealista, con el cadáver exhibido en una suerte de altar. ¿Era nuestra mesa, cubierta con telas negras y flores, lo que sostenía el ataúd en el centro de la cocina? ¿Había tan pocos escrúpulos en aquellos tiempos? Un despropósito, porque ya entonces nadie velaba a sus muertos en casa. Pero la abuela de ninguna manera iba a consentir que fuese de otra forma. No asistió mucha gente, las doce sillas de la cocina bastaron y sobraron, no hubo que implementar la escenografía. Yo me colé a hurtadillas y, hasta que me descubrieron, asistí atónita al espectáculo, sentada en mi taburete del rincón. Fue el primer cadáver que vi en mi vida, me pareció un maniquí de tienda barata, de escaparate de Sepu, un muñeco feo tumbado en una caja. Olía a café de puchero, a leña y a naftalina.


Igual que querría tener un país al que regresar, desearía tener recuerdos de una infancia pasada en un pueblo.
Pero no: todo lo anterior es mentira.