Qué palabra tan fea.
Tengo que ponerme a trabajar ya mismo, debería haber enviado ese informe hace un par de días.
Y sin embargo, regar se convierte en una tarea inaplazable. Tampoco puedo vivir ni un minuto más sin cortarme las uñas u ordenar el cajón de los cubiertos. Cucharas con cucharas, todo en orden.
Tengo un herpes en el labio del tamaño de una hortensia. Y tengo mucho miedo de contagiárselo a alguien. Soy medio neurótica con el asunto de los virus, pero es que luego no puedo con la culpa. Me encantaría adoptar la costumbre nipona de andar por el mundo con mascarilla protectora. Una vez lo hice, no por temor a contagios, sino para evitar la alergia al polen, harta de pasarme la primavera entera moqueando sin contención. Fue divertido, la gente preguntaba y yo respondía que quizás tenía gripe aviar. En el trabajo todo el mundo encontraba alguna excusa absurda para apartarse de mí como si fuese una apestada. Las situaciones ridículas esperando el ascensor: "Voy a subir por las escaleras, que así hago ejercicio". Ocho pisos... "Uy, se me han olvidado las gafas en mi despacho, baja tú que yo ya vengo". Con las gafas colgando de la cadenita... Qué fácil es propagar el miedo entre la gente ignorante. El herpes en el labio me hace sentir habitada por pequeños monstruos ajenos a mi ser. Debe ser muy parecido a tener larvas de parásitos tropicales alimentándose de tu propia carne, como esos que aparecen en los programas sensacionalistas de la tele. Una vez vi a un gordo barbudo que tenía un bulto tremendo en la panza, porque había sido depositario de los huevos de no sé qué bicho horrible y el muy tarado había decidido adoptar el papel de madre amorosa, dejando crecer aquello hasta que llegase la hora del alumbramiento. Qué asqueroso. Me pregunto si le pagarían por aparecer en el programa o verdaderamente su demencia alcanzaba tal calibre.
Me acabo de acordar de que tengo que desmontar la cisterna del wáter hoy sin falta.
Me pongo a ello ya mismo.