domingo, 23 de marzo de 2014

Huele a cambio estacional...

A veces hay una brisa, un determinado movimiento en las hojas aún desnudas de los árboles, una luz que se refleja o pasa de largo, una sensación en el final de la espalda. Y es como si hubiera un mar al otro lado del camino, detrás de esas montañas, a la derecha, en alguna parte, muy cerca.

Mi barómetro interno me alerta de la cercanía de un cambio. O quizás sea más bien la proyección de mi deseo, las ganas urgentes que tengo de primavera, sol, brotes y mar. No soy una mujer hibernal, nunca lo he sido. Me gusta el calor y lo necesito para sentirme viva: sudar un poquito es síntoma de felicidad interna. Me he pasado la mitad del invierno acurrucada bajo una manta en el sofá, disputando mi territorio con los animales y Olga, mirando series en sesión continua y comiendo pizza casera. Ah, nada describe mejor el amor que una pizza humeante recién salida del horno. 

Me he comprado un libro electrónico, al final he sucumbido al engendro. Lo quiero para llenarlo de fast-food literaria, no sé si existe una manera mejor de definir esos libros gordos y entretenidos que me da vergüenza leer en público, y que encima pesan como la madre que los parió. Me refiero a Harry Potter, Juego de Tronos, Millenium, El Señor de los Anillos, Dune. Stephen King. Qué infinito placer tener toda esa literatura-chatarra en un dispositivo que pesa 200 gramos. También llevo todo Dostoievski en el bolso, para compensar. Tener cerca a Rodión Románovich me ayuda a veces a ser más misericordiosa con la gente que me rodea. Sobre todo si estoy en algún transporte público.

Y tenemos nuevas compañeras de casa: hemos heredado cuatro gallinas de un vecino que regresa a su país (cómo me gustaría tener algún país al que regresar también yo, aunque fuera sólo de vacaciones). Los perros se pasan el tiempo intentando jugar con ellas, las pobres tardarán aún en acostumbrarse al cambio. El gato observa la situación desde la ventana, con más indignación que intenciones de intervenir; a nuestro gato-cojín no le agradan las novedades, ni las cosas que se mueven haciendo ruido. El vecino dijo que ponían huevos a diario, creo que con cierto temor a que rechazáramos la herencia si no resultaba productiva. Nada más lejos de nuestra voluntad, siempre quisimos tener gallinas y estas son ideales. De momento no estamos recolectando cuatro huevos al día, tendrán que aclimatarse. Nuestro colesterol se lo agradece.
Por otro lado, el portátil sufrió ayer un pequeño accidente mientras las gemelas ponían nombre a las gallinas por Skype. Yo caminaba tras ellas, pita, pita, pita, intentando mantenerlas delante de la cámara y Canolo decidió ayudarme, cumpliendo sus labores de pastoreo. No sé cómo llegó Supergalli a la mesa, pero el teclado ha quedado lleno de tierra, barro, excremento o lo que sea, algo verde oscuro casi negro que muy bien no huele, la verdad. Mis nietas tienen una imaginación brillante para los bautismos: Supergalli, Peppagalli y Gallipum. A Turuleca ya la había bautizado yo antes.

sábado, 22 de marzo de 2014

Y la ilusión de lo duradero

Leyendo la entrada anterior pareciera que he sido una persona promiscua y superficial, no me considero nada de esto. (Y sí, Lucía, mi única no-lectora: estoy volviendo a emitir juicios sobre mí, mis opiniones y sobre cualquier cosa que se me ponga a tiro, ya lo sé... )

Lo único que no he podido hacer, durante demasiado tiempo, al menos, es engañarme. Por eso no acepté ninguno de los planes que se trazaron maquiavélicamente alrededor de mi vida cuando se descubrió mi ya irresoluble embarazo a los 17 años. No me casé, no permanecí con mis padres (aunque luego volví, pero por otros motivos), ni tampoco me convertí en una hippie drogadicta y vagabunda como ellos creían. Salimos adelante. A trompicones, pero lo hicimos.

El amor me duraba poco, sí. Pero yo no era capaz de mantener castillos construidos en el aire o vivir mentiras, como tanta gente a mi alrededor. Esto ya no funciona, pues a otra cosa, mariposa. Actuar así no me ha convertido en una vivalavirgen. Pero sí ha sentado unos precedentes que hacen que ahora todavía me sorprenda. No de haber encontrado al amor de mi vida tan tarde (¿quién dice que es tarde, enamorarse como nunca antes a los cuarenta años?), sino de mantener la pasión y el deseo a unos niveles óptimos tras catorce años de relación estable. De eso me sorprendo, cada día, con un orgullo y emoción que hacen temblar todos mis cimientos.

Bueno, tampoco quiero alardear de mi pletórica vida sexual. Sólo dejar constancia de que es justamente el pilar fundamental sobre el que se sostiene mi matrimonio con Olga. La magia primigenia del encuentro carnal, esa cosa inexplicable y única que sucede entre dos personas cuando los cuerpos dejan de ser una barrera para convertirse en una misma materia moldeable.
Sueno como una hippie drogadicta y new-age, ya. Al final mis padres tenían razón, mirad en lo que me he convertido.

Nada.

A vosotras, lesbianas que quizás lleguéis a leerme algún día, os digo esto: no menospreciéis el lugar del sexo en vuestras relaciones, porque es el termómetro de la salud en la pareja. La libido no es algo que ha de mermar con la costumbre o que incluso llega a desaparecer con los años de rutina, al contrario: follar es como cocinar o dibujar, mejora con la práctica.

;-)

sábado, 15 de marzo de 2014

La ilusión de los principios

"O vives, o escribes lo que no estás viviendo, porque para todo pareces no tener tiempo".
Esto me dijo una amiga hace unos días, cuando le conté que tenía un blog (aún secreto) con el que pretendía no sé muy bien qué. Creo que le dije: dar rienda suelta a eso que en otros sitios no consigo desbloquear. Debería cambiar el título al blog, llamarlo "El desatascador", porque comienzo a intuir el estigma del arrepentimiento en este espacio: escribo aquí poco y nada.
Tengo otros blogs, oh claro. En los que tampoco escribo y que voy dejando marchitar perdidos en el limbo de la virtualidad caducada. Igual que comienzo cientos de cuadernos que abandono a las diez primeras páginas.

La motivación parece encontrarse en estrenar algo.

Durante muchos años me pasó lo mismo con los afectos. Con la diferencia de que a las personas no puedes acumularlas en un cajón o dejarlas desactualizadas. No al menos sin que resulte doloroso.
Tardé mucho en darme cuenta de que, más allá de los primeros barruntos entusiastas del amor, todo lo demás se me volvía aburrido, difícil e incluso molesto a veces. 'Lo demás' solía comprender el período posterior a los cuatro meses, seis como mucho. Sobre todo si ya había tenido lugar cierta frecuencia e intensidad en el compartir del tiempo y el espacio. ¿Por qué pasa esto en las relaciones entre mujeres? Ya lo dice el chiste: ¿Qué lleva una lesbiana a su segunda cita? La maleta... 
Y yo, que soy lenta para enterarme del porqué de las cosas, intenté ponerle remedio en cuanto tuve conciencia de ello. Pero no es fácil.
He tenido un montón de relaciones, muchísimas, la verdad. Esto suele ser algo que no desvelo alegremente, porque a las mujeres les suele parecer mal. No les gusta saber que del amor (como de casi todo) lo que más me gusta es el inicio y que por este motivo he vivido infinitas historias, hasta hace relativamente poco. Porque mi vida a menudo ha estado al borde de algún precipicio, o en medio de múltiples conflictos. Ser madre soltera no fue fácil, por mucho que Aurelio siempre haya sido un chaval ejemplar, obediente y resignado hasta el estoicismo, qué chico apático a veces, también hay que decirlo. A él todo le pareció siempre bien: que tuviera novia, que ya no la tuviera, que viviéramos con una ex porque no me alcanzaba para pagar sola el alquiler, que nos mudáramos de nuevo (con el curso escolar comenzado), que mi trabajo me obligase a volver tarde tardísimo, a viajar a menudo, a esperar meses para poder cobrar y hacer malabares mientras tanto (el concepto 'crisis' es para mí una constante vital; lo que vivimos ahora no es muy diferente a lo que yo llevo experimentado desde hace más de treinta años). En fin. Un santo varón, bendito sea él y su paciencia. Estudió mucho y en cuanto pudo trabajó duro, supongo que para librarse de mí y de mis inestabilidades. Con veinte años se emancipó y ahí justo yo comencé a sentar cabeza. Qué expresión tan retrógrada, acabo de oír la voz de mi padre: "Hija, ¿no crees que ha llegado la hora de sentar cabeza?"
Y sí, lo creí un montón de veces, porque, aunque antes haya dicho que he tenido multitud de historias, esto no quiere decir que fueran frívolas: mis amores siempre eran el amor de mi vida, la historia definitiva, esta vez va en serio y ahora sí que sí. Pero no. El entusiasmo de los primeros meses daba paso al cansancio (real, el del esfuerzo de la lucha en lo cotidiano), a la desilusión y en definitiva, al desencuentro, que terminaba apareciendo por una cuestión u otra.
Y no nos engañemos: donde pone una cuestión u otra debería poner clara y llanamente 'falta de sexo'.
Ese es el verdadero motivo, el tiempo parecía aniquilar la pasión, y el deseo se consumía al ritmo del arrancar las hojas en los calendarios compartidos. Eso me pasaba.
Algo nada extraordinario, por otro lado, es enorme la cantidad de mujeres que conozco en las que la ausencia de apetito sexual se vive como algo normal. También tengo amistades heterosexuales que no tienen sexo con sus parejas estables, a las que aman profundamente y con las que de ninguna manera se cuestionan dejar de convivir. Y yo me pregunto: ¿si no tienes una relación sexual plena con tu pareja, en qué se diferencia ésta de tu mejor amiga, o de tu hermana? En muchas cosas, ya. Pero desear y sentirse deseada agita mecanismos en el amor que ninguna otra cosa es capaz de mover, y esto es así, incuestionable y primigenio.
Antes he mencionado mi lentitud para darme cuenta de las cosas, porque esto, que ahora me parece tan evidente, no siempre lo fue. El estrés del curro, la falta de sueño, los bamboleos hormonales, el calor cuando es verano y el frío cuando es invierno; siempre hay un millón de excusas ante la falta de deseo.

Y es mentira: cuando el deseo no está, no está.