domingo, 1 de junio de 2014

Génesis de la delincuencia

Otro de los rincones del barrio donde los niños nos encontrábamos para jugar era la parte trasera del mercado. En las puertas de carga siempre quedaban cajas de madera mojada con patatas pochas, sandías espachurradas en el suelo y algún animal, casi siempre pescado, con ojos desorbitados por la muerte. Esto no era frecuente; uno de mis terrores infantiles (además de los pasillos demasiado largos) eran los peces, yo no me hubiera acercado a ese lugar si hubiera restos de pescado, por muy muertos que estuvieran.

Tuve una experiencia traumática a los tres años, en una barquita en el lago de la Casa de Campo. Mi padre remaba, mi madre se empeñaba en que merendase un bocadillo de pan duro que yo me negaba a comer. Ya había engullido lo que fuera que tenía el pan en medio y andaba desmenuzando el mendrugo, creando gran revuelo entre los habitantes del estanque. Entonces acerqué mi mano para ofrecerle un trozo a uno de los patos que nos perseguían, y cuando estaba inclinada sobre el borde de la barca, con el brazo extendido, apareció un pez enorme, con bigotes, que me arrebató el pan. Para mí el episodio sucedió a cámara lenta, porque lo que más me aterrorizó fue que ese pez bigotudo me sostuvo la mirada durante una eternidad. Algo debió hacer que mi noción del mundo en ese instante colapsara, algo no: los bigotes, no podía soportar la idea de que un pez con bigotes me estuviese mirando fijamente. Entré en pánico y, por supuesto, me caí. El incidente fue bastante tonto, mi padre consiguió sacarme del agua casi de inmediato, desde la misma barca, pero yo quedé en estado de shock durante días. Tuve fiebre. Llegaron a pensar que me había infectado con algo que había tragado en el agua estancada. Igual fue eso, nunca se supo. Desde ese episodio desarrollé la fobia pescadera, que más o menos he conseguido superar con el paso del tiempo. Soporto el besugo en una bandeja, pero no me lleves a un jardín japonés, porque los peces en los estanques no los tolero.

Volvamos a la parte de atrás del mercado.
Es verano, no hay que ir al colegio y en este barrio casi nadie se va de vacaciones, así que, un grupo bastante nutrido de criaturas aburridas vagabundeamos entre las porquerías, intentando inventar algo con lo que pasar la tarde. Yo soy la del pelo corto y los pantalones enrollados por encima de las rodillas. Parezco un chico, ya. Eso es algo que solo le preocupa a mi madre. En el callejón de atrás ha aparecido, como por arte de magia, una Vespa con sidecar. Está en pésimo estado, llena de óxido y con el material que cubre los asientos cuarteado: lo rozas y se deshace entre tus dedos. Lo peor son las partes en las que queda visible la espuma interior, que es de color verdoso, como una esponja sucia. Antes de sentarme compruebo con la mano que no está mojada, eso me hubiera provocado una nausea incontenible. Pero no, hace semanas que no llueve y la espuma está más reseca aún que la quebradiza tapicería de plástico. Desprende un polvo que mancha, mi madre se va a enfadar mucho cuando vea mis pantalones. Me da lo mismo, tengo que sentarme en ese adminículo de la moto, estoy fascinada porque en la vida he visto una cosa semejante. Los otros niños están ocupados en juntar botellas, a nadie ha parecido interesarle tanto como a mí el vehículo recién descubierto. Así que, cuando me meto en el sidecar, no hay nadie cerca. Y entonces lo veo. Al fondo, más allá de donde me llegan los pies, hay una cartera de caballero. Es muy parecida a la que utiliza mi padre, pero mucho más abultada. El corazón comienza a latirme a toda velocidad, me embarga una sensación de miedo y culpa, como si yo fuese responsable de que esa cartera esté ahí tirada, como si acabase de cometer un delito terrible, como si fuese a quedarme con la cartera sin decírselo a nadie. Que es exactamente lo que hago: me agacho y con un movimiento preciso la escondo entre mi cintura y el pantalón, porque en el bolsillo seguro que no cabe. Aún tardo un rato en abandonar el sidecar, para disimular y porque necesito que mi respiración se normalice. Tengo once años pero sé muchas cosas acerca de las estrategias de distracción. Finjo estar interesada en el asiento de la moto, que tiene aspecto de sillín de bicicleta, con unos muelles gordos completamente oxidados y amenazantes. "Esto es un asco, huele mal y hace mucho calor. Yo me marcho", digo y abandono la escena del crimen, sin que a nadie parezca preocuparle demasiado. No era la más popular en el barrio, es cierto. Camino nerviosa porque no sé dónde esconderme para descubrir el contenido de la cartera que acabo de robar sin que nadie me vea: de repente soy Oliver Twist, veo las calles a mi alrededor en blanco y negro.

(Continuará...)

domingo, 25 de mayo de 2014

El patrón de lo aleatorio

No, mi infancia nunca tuvo un pueblo donde refugiarse.

Nací hace casi 54 años, y la primerísima parte de mi vida la pasé en un barrio de las afueras de Madrid, una zona proletaria, maltratada por una nula planificación urbanística y por la proliferación de edificios feos y baratos que ocupaban el lugar de las antiguas casitas con tejas de barro.
Los niños jugábamos en la calle, en los descampados, terrenos baldíos por los que aún de vez en cuando transitaba el ganado. Lo pienso ahora y parece una postal en tonos sepia, algo sacado de un archivo histórico municipal. Pero era así: yo recuerdo las ovejas entre los escombros, recuerdo jugar al escondite tras sillones desvencijados y coches abandonados. Los mayores nos decían: ¡No juguéis en el descampaó! Pero era el mejor sitio mejor para hacerlo. Hasta ranas había, me parece. 
Muchas calles eran aún de tierra, el resto de adoquines. Las más grandes, con comercios humildes junto a restos de fábricas o lecherías o carbonerías, ya estaban asfaltadas. Los autobuses que llevaban al centro aún conservan el mismo número de línea, algo que ahora me parece un milagro de permanencia inaudito.
También había metro, con escaleras de azulejos y anuncios de Mirinda. Y asientos de madera y unas barras de hierro que te dejaban en la mano el mismo olor indeleble que los columpios: todo medio oxidado. Feo, pero auténtico. Todo a punto de desmoronarse, porque en esa época (¿y en cual no?), los cambios se sucedían a una velocidad vertiginosa. O eso me parecía a mí entonces.
Vivíamos en el cuarto piso de un edificio con ascensor, no permitan que los niños viajen solos, y la realidad era que lo hacíamos poco: la mitad de las veces estaba estropeado o a punto de, y a nadie le resultaba atractiva la idea de quedarse encerrado entre el segundo y el tercero, esperando horas a que aparecieran los señores del mono azul, o peor aún, que tuvieran que sacarte en volandas por el espacio minúsculo abierto entre los dos pisos.
La casa tenía balcones y las vistas eran variopintas. De un lado, un enorme terreno en el que estaban construyendo lo que muuuucho más tarde sería el Polideportivo Municipal, con un campo de fútbol sin césped en el que mis vecinos años después practicarían lucha libre en el barro, intentando patear la pelota. Del otro lado, una calle muy concurrida, con una carnicería, una mercería, un taller mecánico y una bodega que siempre olía a trapo sucio, a alcohol rancio y a ancianos que escondían caramelos mohosos en los bolsillos. Esta calle terminaba abruptamente y en la manzana contigua estaba el colegio de monjas, al que asistí hasta los catorce años.
Todas las paredes de la casa estaban cubiertas por papeles pintados, con motivos decorativos insólitos y sugerentes: el del salón tenía unas amebas irregulares de color gris que flotaban en un plasma amarillento, las mismas que había en el comedor, pero estas eran rosáceas; el dormitorio de mis padres tenía motivos florales geométricos en marrón y naranja chillón, bastante psicodélicos, ahora que lo pienso. Nuestro cuarto, porque mi hermana y yo compartíamos habitación, tenía una decoración más afortunada, discreta y abstracta en las paredes: puntitos de diversos tamaños que se arracimaban siguiendo patrones que, aunque pretendían crear un efecto aleatorio, se repetían de hecho cada metro y medio, aproximadamente. Pero para darse cuenta de esto había que mirar muy detenidamente el papel. Yo lo hice y llegué a crear divisiones mentales en las zonas donde el estampado iniciaba la repetición, y ya no era capaz de ver más que la secuencia con principio y fin concretísimos en el dibujo del papel. Los puntitos eran de diversos tonos de azul. Siempre quise explicarle este fenómeno a mi hermana, pero me daba vergüenza compartir mis obsesiones, que ella se riera de mí o no entendiera. O peor aún, que me dijese que no era cierto y que no había ningún tipo de orden en los millones de puntos que bañaban nuestras paredes. Porque lo había.
El cuarto de baño y la cocina no tenían papel pintado, sino azulejos. Verdes los del baño y de nuevo motivos florales naranjas y marrones en la cocina.
No recuerdo el pasillo. Creo que es porque nunca me detenía en él más de lo imprescindible, el trayecto veloz para volver a la habitación o al salón desde el baño.
No sé por qué siempre estaba tan oscuro ese pasillo interminable.

domingo, 4 de mayo de 2014

El velorio

La cocina de la casa del pueblo es más grande que nuestro salón.
Conserva el antiguo hogar de la lumbre, tan alto como una persona adulta y con un tiro de chimenea que podría dar cabida a Santa Claus con trineo y renos incluidos, sin estrecheces. El interior se alicató en los años sesenta, entonces había una cocina económica, con carbón y leña apilados al costado, un mueble de hierro negro con multitud de puertas, hendiduras, anillas desmontables y peligros fascinantes, al que no te podías acercar sin que se te acelerara el pulso ante el temor a la catástrofe. Yo tenía cuatro años y recuerdo noches de invierno asando castañas en ese aparato del averno.
El suelo es de losetas de barro cocido; en algunos rincones hay manchas indelebles que atestiguan grandes acontecimientos de la historia: esa de ahí es de aceite hirviendo, de cuando a la abuela se le volcó la sartén con las patatas y nadie se preocupó por limpiar, porque había que ir al hospital corriendo. Esta pequeña de aquí es tinta china, de la que usábamos antes con el tiralíneas; los niños del pueblo pasábamos muchas horas en este lugar, a veces haciendo las tareas de la escuela, otras, la mayoría, jugando debajo de esta mesa tan grande, fastidiando a la abuela o escuchando la radio mientras merendábamos pan con mantequilla y azúcar. La madera de la mesa estaba llena de arañazos, e incluso de nombres tallados a escondidas. Cuando todos los niños se hicieron mayores, la abuela la mandó lijar y barnizar, borrando las historias de amor y los martillazos fallidos al intentar abrir nueces. Tuvieron que sacarla al patio entre varios hombres fornidos. Y pudieron volver a colocar la mesa en su exacto lugar, porque al moverla aparecieron cuatro cuadrados perfectos de un color más claro que el resto del suelo. Aquí el paso del tiempo deja huellas rotundas.
En esa pila de mármol enorme se lavaban las ollas, las sábanas y a los afortunados niños que aún cabían. Quizás mi primera toma de conciencia con lo que suponía hacerse mayor fue cuando dejaron de bañarme en la cocina. Más por pudor que por tamaño, imagino. El fin de la infancia era asearse en el cuarto de baño, había algo emocionante y también triste al meterse en la bañera, siempre que fuera verano, el resto del tiempo lo que había era un frío mortal y muchas legañas añejas. Para la ropa se usaba una tabla estriada y ¿un palo? Creo que la abuela golpeaba la colada, pero mi memoria no recupera el objeto con que lo hacía. 
Las sillas, ocho alrededor de la mesa y otras cuatro pegadas a las paredes, son lo que ha variado con más frecuencia, los elementos más torturados por el uso. También está este taburete bajito y roñoso pero aún estable, que siempre ha sido mi favorito para sentarme en un rincón, que la abuela usaba para alcanzar las alacenas más altas, y que jamás ha necesitado reparaciones ni arreglos de ningún tipo. Un superviviente auténtico. El resto de los muebles han sufrido los bamboleos del tiempo y de las modas, se cambiaron armarios, se añadieron electrodomésticos, se sustituyó la lámpara, se instaló uno de esos exterminadores de insectos con luz azul, en vez de las asquerosas tiras pegajosas y mugrientas que colgaban del techo, ondeando cadáveres de moscas y polillas. El sonido crujiente de la muerte, ese ruidito horrible que te eriza los pelos de la nuca cada vez que un incauto se electrocuta al acudir embelesado hacia la luz. Qué invento nefasto. 
Queda también la panera de madera blanda, con ese olor a cosa fermentada e inútil ya. Las cerámicas ajadas sobre el reborde del hogar, alguna canasta de mimbre y las cacerolas de aluminio, que ahora albergan geranios, albahaca, perejil; todo muy pintoresco.
Y está este reloj de plástico naranja colgado en la pared, un objeto kitch, fascinante y precioso, que además de la hora señala el día de la semana y el mes. Por supuesto, está parado desde hace siglos, creo que en algún momento intenté conseguir esas pilas gordas, como las que llevaban los primeros juguetes a pilas, y no fui capaz de encontrarlas. Si aún existen, deben ser un artículo excepcional: en la era del litio, ¿quién puede pretender una fuente de energía descatalogada?
En esta misma cocina una vez se veló a un difunto. No era un miembro de la familia, pero sí alguien con quién se compartió todo, angustias, alegrías, incertidumbre, disgustos y hazañas. Hay quién dice que mi abuela lo acogió porque era un miliciano, compañero anarquista del abuelo. Otros dicen que fue su amante siempre, y que la guerra sirvió de tapadera perfecta a sus afectos. Yo sólo recuerdo lo que me pareció una obra de teatro surrealista, con el cadáver exhibido en una suerte de altar. ¿Era nuestra mesa, cubierta con telas negras y flores, lo que sostenía el ataúd en el centro de la cocina? ¿Había tan pocos escrúpulos en aquellos tiempos? Un despropósito, porque ya entonces nadie velaba a sus muertos en casa. Pero la abuela de ninguna manera iba a consentir que fuese de otra forma. No asistió mucha gente, las doce sillas de la cocina bastaron y sobraron, no hubo que implementar la escenografía. Yo me colé a hurtadillas y, hasta que me descubrieron, asistí atónita al espectáculo, sentada en mi taburete del rincón. Fue el primer cadáver que vi en mi vida, me pareció un maniquí de tienda barata, de escaparate de Sepu, un muñeco feo tumbado en una caja. Olía a café de puchero, a leña y a naftalina.


Igual que querría tener un país al que regresar, desearía tener recuerdos de una infancia pasada en un pueblo.
Pero no: todo lo anterior es mentira.

viernes, 4 de abril de 2014

Procrastinar

Qué palabra tan fea.

Tengo que ponerme a trabajar ya mismo, debería haber enviado ese informe hace un par de días.
Y sin embargo, regar se convierte en una tarea inaplazable. Tampoco puedo vivir ni un minuto más sin cortarme las uñas u ordenar el cajón de los cubiertos. Cucharas con cucharas, todo en orden.

Tengo un herpes en el labio del tamaño de una hortensia. Y tengo mucho miedo de contagiárselo a alguien. Soy medio neurótica con el asunto de los virus, pero es que luego no puedo con la culpa. Me encantaría adoptar la costumbre nipona de andar por el mundo con mascarilla protectora. Una vez lo hice, no por temor a contagios, sino para evitar la alergia al polen, harta de pasarme la primavera entera moqueando sin contención. Fue divertido, la gente preguntaba y yo respondía que quizás tenía gripe aviar. En el trabajo todo el mundo encontraba alguna excusa absurda para apartarse de mí como si fuese una apestada. Las situaciones ridículas esperando el ascensor: "Voy a subir por las escaleras, que así hago ejercicio". Ocho pisos... "Uy, se me han olvidado las gafas en mi despacho, baja tú que yo ya vengo". Con las gafas colgando de la cadenita... Qué fácil es propagar el miedo entre la gente ignorante. El herpes en el labio me hace sentir habitada por pequeños monstruos ajenos a mi ser. Debe ser muy parecido a tener larvas de parásitos tropicales alimentándose de tu propia carne, como esos que aparecen en los programas sensacionalistas de la tele. Una vez vi a un gordo barbudo que tenía un bulto tremendo en la panza, porque había sido depositario de los huevos de no sé qué bicho horrible y el muy tarado había decidido adoptar el papel de madre amorosa, dejando crecer aquello hasta que llegase la hora del alumbramiento. Qué asqueroso. Me pregunto si le pagarían por aparecer en el programa o verdaderamente su demencia alcanzaba tal calibre. 

Me acabo de acordar de que tengo que desmontar la cisterna del wáter hoy sin falta.
Me pongo a ello ya mismo.

domingo, 23 de marzo de 2014

Huele a cambio estacional...

A veces hay una brisa, un determinado movimiento en las hojas aún desnudas de los árboles, una luz que se refleja o pasa de largo, una sensación en el final de la espalda. Y es como si hubiera un mar al otro lado del camino, detrás de esas montañas, a la derecha, en alguna parte, muy cerca.

Mi barómetro interno me alerta de la cercanía de un cambio. O quizás sea más bien la proyección de mi deseo, las ganas urgentes que tengo de primavera, sol, brotes y mar. No soy una mujer hibernal, nunca lo he sido. Me gusta el calor y lo necesito para sentirme viva: sudar un poquito es síntoma de felicidad interna. Me he pasado la mitad del invierno acurrucada bajo una manta en el sofá, disputando mi territorio con los animales y Olga, mirando series en sesión continua y comiendo pizza casera. Ah, nada describe mejor el amor que una pizza humeante recién salida del horno. 

Me he comprado un libro electrónico, al final he sucumbido al engendro. Lo quiero para llenarlo de fast-food literaria, no sé si existe una manera mejor de definir esos libros gordos y entretenidos que me da vergüenza leer en público, y que encima pesan como la madre que los parió. Me refiero a Harry Potter, Juego de Tronos, Millenium, El Señor de los Anillos, Dune. Stephen King. Qué infinito placer tener toda esa literatura-chatarra en un dispositivo que pesa 200 gramos. También llevo todo Dostoievski en el bolso, para compensar. Tener cerca a Rodión Románovich me ayuda a veces a ser más misericordiosa con la gente que me rodea. Sobre todo si estoy en algún transporte público.

Y tenemos nuevas compañeras de casa: hemos heredado cuatro gallinas de un vecino que regresa a su país (cómo me gustaría tener algún país al que regresar también yo, aunque fuera sólo de vacaciones). Los perros se pasan el tiempo intentando jugar con ellas, las pobres tardarán aún en acostumbrarse al cambio. El gato observa la situación desde la ventana, con más indignación que intenciones de intervenir; a nuestro gato-cojín no le agradan las novedades, ni las cosas que se mueven haciendo ruido. El vecino dijo que ponían huevos a diario, creo que con cierto temor a que rechazáramos la herencia si no resultaba productiva. Nada más lejos de nuestra voluntad, siempre quisimos tener gallinas y estas son ideales. De momento no estamos recolectando cuatro huevos al día, tendrán que aclimatarse. Nuestro colesterol se lo agradece.
Por otro lado, el portátil sufrió ayer un pequeño accidente mientras las gemelas ponían nombre a las gallinas por Skype. Yo caminaba tras ellas, pita, pita, pita, intentando mantenerlas delante de la cámara y Canolo decidió ayudarme, cumpliendo sus labores de pastoreo. No sé cómo llegó Supergalli a la mesa, pero el teclado ha quedado lleno de tierra, barro, excremento o lo que sea, algo verde oscuro casi negro que muy bien no huele, la verdad. Mis nietas tienen una imaginación brillante para los bautismos: Supergalli, Peppagalli y Gallipum. A Turuleca ya la había bautizado yo antes.

sábado, 22 de marzo de 2014

Y la ilusión de lo duradero

Leyendo la entrada anterior pareciera que he sido una persona promiscua y superficial, no me considero nada de esto. (Y sí, Lucía, mi única no-lectora: estoy volviendo a emitir juicios sobre mí, mis opiniones y sobre cualquier cosa que se me ponga a tiro, ya lo sé... )

Lo único que no he podido hacer, durante demasiado tiempo, al menos, es engañarme. Por eso no acepté ninguno de los planes que se trazaron maquiavélicamente alrededor de mi vida cuando se descubrió mi ya irresoluble embarazo a los 17 años. No me casé, no permanecí con mis padres (aunque luego volví, pero por otros motivos), ni tampoco me convertí en una hippie drogadicta y vagabunda como ellos creían. Salimos adelante. A trompicones, pero lo hicimos.

El amor me duraba poco, sí. Pero yo no era capaz de mantener castillos construidos en el aire o vivir mentiras, como tanta gente a mi alrededor. Esto ya no funciona, pues a otra cosa, mariposa. Actuar así no me ha convertido en una vivalavirgen. Pero sí ha sentado unos precedentes que hacen que ahora todavía me sorprenda. No de haber encontrado al amor de mi vida tan tarde (¿quién dice que es tarde, enamorarse como nunca antes a los cuarenta años?), sino de mantener la pasión y el deseo a unos niveles óptimos tras catorce años de relación estable. De eso me sorprendo, cada día, con un orgullo y emoción que hacen temblar todos mis cimientos.

Bueno, tampoco quiero alardear de mi pletórica vida sexual. Sólo dejar constancia de que es justamente el pilar fundamental sobre el que se sostiene mi matrimonio con Olga. La magia primigenia del encuentro carnal, esa cosa inexplicable y única que sucede entre dos personas cuando los cuerpos dejan de ser una barrera para convertirse en una misma materia moldeable.
Sueno como una hippie drogadicta y new-age, ya. Al final mis padres tenían razón, mirad en lo que me he convertido.

Nada.

A vosotras, lesbianas que quizás lleguéis a leerme algún día, os digo esto: no menospreciéis el lugar del sexo en vuestras relaciones, porque es el termómetro de la salud en la pareja. La libido no es algo que ha de mermar con la costumbre o que incluso llega a desaparecer con los años de rutina, al contrario: follar es como cocinar o dibujar, mejora con la práctica.

;-)

sábado, 15 de marzo de 2014

La ilusión de los principios

"O vives, o escribes lo que no estás viviendo, porque para todo pareces no tener tiempo".
Esto me dijo una amiga hace unos días, cuando le conté que tenía un blog (aún secreto) con el que pretendía no sé muy bien qué. Creo que le dije: dar rienda suelta a eso que en otros sitios no consigo desbloquear. Debería cambiar el título al blog, llamarlo "El desatascador", porque comienzo a intuir el estigma del arrepentimiento en este espacio: escribo aquí poco y nada.
Tengo otros blogs, oh claro. En los que tampoco escribo y que voy dejando marchitar perdidos en el limbo de la virtualidad caducada. Igual que comienzo cientos de cuadernos que abandono a las diez primeras páginas.

La motivación parece encontrarse en estrenar algo.

Durante muchos años me pasó lo mismo con los afectos. Con la diferencia de que a las personas no puedes acumularlas en un cajón o dejarlas desactualizadas. No al menos sin que resulte doloroso.
Tardé mucho en darme cuenta de que, más allá de los primeros barruntos entusiastas del amor, todo lo demás se me volvía aburrido, difícil e incluso molesto a veces. 'Lo demás' solía comprender el período posterior a los cuatro meses, seis como mucho. Sobre todo si ya había tenido lugar cierta frecuencia e intensidad en el compartir del tiempo y el espacio. ¿Por qué pasa esto en las relaciones entre mujeres? Ya lo dice el chiste: ¿Qué lleva una lesbiana a su segunda cita? La maleta... 
Y yo, que soy lenta para enterarme del porqué de las cosas, intenté ponerle remedio en cuanto tuve conciencia de ello. Pero no es fácil.
He tenido un montón de relaciones, muchísimas, la verdad. Esto suele ser algo que no desvelo alegremente, porque a las mujeres les suele parecer mal. No les gusta saber que del amor (como de casi todo) lo que más me gusta es el inicio y que por este motivo he vivido infinitas historias, hasta hace relativamente poco. Porque mi vida a menudo ha estado al borde de algún precipicio, o en medio de múltiples conflictos. Ser madre soltera no fue fácil, por mucho que Aurelio siempre haya sido un chaval ejemplar, obediente y resignado hasta el estoicismo, qué chico apático a veces, también hay que decirlo. A él todo le pareció siempre bien: que tuviera novia, que ya no la tuviera, que viviéramos con una ex porque no me alcanzaba para pagar sola el alquiler, que nos mudáramos de nuevo (con el curso escolar comenzado), que mi trabajo me obligase a volver tarde tardísimo, a viajar a menudo, a esperar meses para poder cobrar y hacer malabares mientras tanto (el concepto 'crisis' es para mí una constante vital; lo que vivimos ahora no es muy diferente a lo que yo llevo experimentado desde hace más de treinta años). En fin. Un santo varón, bendito sea él y su paciencia. Estudió mucho y en cuanto pudo trabajó duro, supongo que para librarse de mí y de mis inestabilidades. Con veinte años se emancipó y ahí justo yo comencé a sentar cabeza. Qué expresión tan retrógrada, acabo de oír la voz de mi padre: "Hija, ¿no crees que ha llegado la hora de sentar cabeza?"
Y sí, lo creí un montón de veces, porque, aunque antes haya dicho que he tenido multitud de historias, esto no quiere decir que fueran frívolas: mis amores siempre eran el amor de mi vida, la historia definitiva, esta vez va en serio y ahora sí que sí. Pero no. El entusiasmo de los primeros meses daba paso al cansancio (real, el del esfuerzo de la lucha en lo cotidiano), a la desilusión y en definitiva, al desencuentro, que terminaba apareciendo por una cuestión u otra.
Y no nos engañemos: donde pone una cuestión u otra debería poner clara y llanamente 'falta de sexo'.
Ese es el verdadero motivo, el tiempo parecía aniquilar la pasión, y el deseo se consumía al ritmo del arrancar las hojas en los calendarios compartidos. Eso me pasaba.
Algo nada extraordinario, por otro lado, es enorme la cantidad de mujeres que conozco en las que la ausencia de apetito sexual se vive como algo normal. También tengo amistades heterosexuales que no tienen sexo con sus parejas estables, a las que aman profundamente y con las que de ninguna manera se cuestionan dejar de convivir. Y yo me pregunto: ¿si no tienes una relación sexual plena con tu pareja, en qué se diferencia ésta de tu mejor amiga, o de tu hermana? En muchas cosas, ya. Pero desear y sentirse deseada agita mecanismos en el amor que ninguna otra cosa es capaz de mover, y esto es así, incuestionable y primigenio.
Antes he mencionado mi lentitud para darme cuenta de las cosas, porque esto, que ahora me parece tan evidente, no siempre lo fue. El estrés del curro, la falta de sueño, los bamboleos hormonales, el calor cuando es verano y el frío cuando es invierno; siempre hay un millón de excusas ante la falta de deseo.

Y es mentira: cuando el deseo no está, no está.

viernes, 14 de febrero de 2014

Un mapa y un tesoro

A mí nunca me habían gustado los perros. Ni la gente que vive con ellos.

Mis recuerdos de infancia están llenos de terror provocado por perros que vagabundeaban alrededor de la casa en la veraneábamos todos los años. Ahora que lo pienso, esa sensación de horror permanente era lo único que me rescataba del tedio y del calor insoportable, qué vacaciones espantosas, en aquel pueblo sin bosque, sin piscina, sin río y mucho menos mar, verano tras verano, cuatro casas de piedra y una iglesia. Y decenas de perros buscando la sombra y algo que llevarse a la boca. Perros escuálidos y absolutamente inofensivos, en su mayoría galgos y podencos abandonados por inútiles, que se agrupaban en manadas para protegerse del maltrato, para distraer el hambre. Pobres animales, tardé mucho en entender que ellos tenían mucho más miedo de mí que yo de ellos. Por las noches aullaban. Durante el día permanecían agazapados, sin apenas fuerzas para rascarse las pulgas. En algún momento encontraban un trozo de pan duro en la basura y así conseguían sobrevivir, algunos. Otros aparecían muertos al borde del campo sembrado o en la carretera y eso era aún más terrorífico, porque yo creía que los fantasmas de los animales regresaban al lugar en el que habían vivido, convertidos en seres de fuerza sobrenatural. Stephen King es en gran medida responsable de muchas de mis pesadillas infantiles.

Luego estaba el perro de mis vecinos, una especie de gremlin maloliente y sádico que me esperaba inmóvil en la puerta de mi propia casa, me miraba fijamente y ni se molestaba en gruñir, sabía de sobra el poder que tenía sobre mí: me inmovilizaba con una simple mirada y cuando yo empezaba a gimotear, él levantaba la pata y meaba en el felpudo, victorioso. Sólo entonces volvía dando saltitos a su casa, el Yorkshire de mierda. Mi madre consiguió a base de escándalos que los vecinos le renovasen varios felpudos y que el perro dejase de pasear a sus anchas por las escaleras del edificio.

También recuerdo una fiesta de cumpleaños celebrada por una compañera de colegio. Nada más entrar en su casa me sobrevino una náusea: olía a perro, mucho. Demasiado. Efectivamente, vivían con una perra, un bulto peludo de color pardo, enorme y hediondo, que jadeaba en un rincón. Nos advirtieron de que no podíamos jugar con ella, no se podía molestar a una perrita abuela ya casi sorda y ciega. E incontinente, pensé yo, aunque no conocía la palabra. Ni remotamente se me hubiera ocurrido acercarme a aquella mole sucia y moribunda.

Me prometí a mí misma que jamás dejaría que ningún animal viviese bajo mi mismo techo. Y durante casi cuarenta años lo conseguí sin mayor dificultad.

Hasta que apareció Fina.

Era el último día de vacaciones. Un grupo de amigos habíamos alquilado una finca, con piscina, río cercano y kilómetros de bosque, un lugar como Dios manda, faltaría más, en el que los niños presentes fabricaron recuerdos de un verano divertidísimo y feliz, y los adultos disfrutamos también como niños, porque para eso son las vacaciones.
Todo el mundo tenía que regresar a sus rutinas, excepto yo, que era completamente libre (mi hijo estrenaba sus 23 años trabajando como camarero en Londres, yo no tenía novia formal en ese momento y era dueña de mi propia empresa; nada me obligaba a regresar a Madrid al mismo tiempo que el resto de los mortales, así que decidí quedarme una noche más y disfrutar de unos porros en la piscina, a mis anchas). Y en ello estaba, mirando las estrellas o cualquier otra cosa parpadeante y asombrosa, cuando escuché un ruido que parecía proceder de mi coche. Por supuesto, lo dejé pasar, convencida de que era una marihuana excelente la de ese año. Y de nuevo, grrr, pifff, dentro de mi coche. Debí escuchar unas diez veces los soniditos antes de decidirme a abandonar la tumbona e ir a investigar. No soy particularmente miedosa, pero me costaba tomar decisiones en ese momento concreto. Y por supuesto, no veía ni imaginaba que la puerta del copiloto estaba abierta, y que en el asiento iba a encontrar un perro que me miró, agitó el rabo plácidamente a modo de saludo, y sin esforzarse en incorporarse, ni mucho menos asustarse ante mi presencia, se reacomodó enroscándose sobre sí mismo y, como si tal cosa, comenzó a roncar de manera cómica: grrr, pifff. He de decir que misteriosamente tampoco yo me asusté ni hice el menor aspaviento, la desfachatez del perro me resultó divertida. No me sentía con fuerzas de intervenir, y decidí que mejor era irse a dormir y que el asunto se resolviera solo. Daba por supuesto que el perro dormiría ahí un rato y que a la mañana siguiente ya no estaría, que yo tendría que viajar 350 kilómetros con todas las ventanillas abiertas para ventilar y, aún y todo, probablemente llevar el coche a limpiar después. Bueno, era mejor eso que lidiar con esa especie de marmota okupa en esos momentos.

Pero cuando desperté, el dinosaurio todavía estaba ahí.

No, no había sido un alucinación provocada por la maría: había un perro hecho una bolita en mi coche. Le hablé. Le llevé comida que coloqué a cierta distancia sin conseguir que saliera. Le grité. Incluso me senté a su lado con mucha cautela, encendí el motor, hice sonar el claxon. Nada. Lo único que conseguía eran mínimas variaciones en el movimiento de su rabo. Y que alzara las cejas. El bicho parecía saber que yo no iba a tocarlo ni con un palo; por un momento tuve miedo de que buscara un felpudo sobre el que levantar la pata. Llamé a los dueños de la finca, me dijeron que no sabían nada de la existencia de ningún perro y que era raro, porque los vecinos tenían mastines que no deambulaban por ahí y mucho menos buscaban coches abiertos en los que dormir. Se ofrecieron a venir y hacerse cargo del problema y ahí apareció mi orgullo, mi intuición o no sé qué, porque simpatía aún no era, y respondí que bueno, que ya me iba a ocupar yo responsablemente del asunto. Me despedí con cortesía, asegurándoles que habían sido unas vacaciones perfectas y tracé un plan: para volver a Madrid tenía que atravesar el pueblo, y sabía dónde había una clínica veterinaria; mi intención era dejar al perrito en manos de profesionales. Perrito. Las cosas estaban comenzando a ser muy raras...

El trayecto desde la finca al pueblo duraba algo más de diez minutos. Durante ese tiempo yo conduje como si no hubiese nada a mi lado, pero cada vez que acercaba mi mano a la palanca de cambios el perro meneaba el rabo. Tuve miedo de que fuera a morderme, yo no sabía nada del lenguaje perruno de los rabos. Deduje que si hubiera querido saltarme a la yugular lo habría hecho antes de que yo cerrase la puerta de su lado, movimiento que había ejecutado con mucha precaución, dejando abiertas todas las demás puertas, por si el perro buscaba una salida de emergencia y al fin abandonaba mi coche. Pero no. Esperé un tiempo prudencial hasta constatar que el animal no sólo no tenía la más mínima intención de moverse: parecía esperar a que nos pusiéramos en marcha. Bueno, tampoco es que yo fuera una completa neurótica. Pero eché de menos un coche con cambio automático, lo confieso.
Cuando llegué, la clínica veterinaria estaba cerrada. Dejé el coche aparcado en la puerta y respiré profundamente. En mi interior comenzaba a librarse una dura batalla: mi necesidad de ser resolutiva contra un imperioso deseo de salir corriendo y llorar a grito pelado. 
Y entonces oí su voz. Su voz que preguntaba "¿Necesitas algo de la clínica?" Me giré, con la mano en la frente, en un gesto ridículamente dramático, y ahí estaba ella.

Dicen que cuando estás a punto de morir puedes presenciar toda tu vida como si se tratase de una película. Cuando yo vi a Olga por primera vez me pasó exactamente eso, pero en fast forward: desfiló ante mí a cámara rápida lo que iba a ser mi vida desde ese momento hasta el día en que me muriese, junto a ella, en nuestra cama, con ciento diez años o más. Supe que mi futuro definitivo comenzaba en ese instante, con absoluta certeza y sin reservas de ningún tipo. Era ella. En mitad de un pueblo de mala muerte. Con una bata blanca y un periódico en la mano. Sonriéndome. Las dos nos quedamos congeladas en medio del estupor, preguntándonos cómo, por qué entonces y por qué en ese lugar, celebrándonos y descubriendo a la vez que todo lo que habíamos hecho hasta ese momento de nuestras vida al fin cobraba sentido. Hasta que la vergüenza nos hizo volver a la realidad y las dos dijimos simultáneamente "MellamoOlga/Tengounperro".
A lo que respondimos "¿Estáenfermo?/YomellamoLoles". Y pensábamos, al mismo tiempo ambas: "Así que era por esto, todos los caminos llegaban a este aquí, a este ahora, a ti. Todo el tiempo pasado, todo lo que hicimos y lo que no, fue para encontrarnos. Por fin. Aquí estamos. Todo tiene ya una explicación. Bienvenida, mi amor. No sabes qué ganas tenía de estar contigo."
Oh, sí. Es cursi de cojones, pero así fue.
Nos dio la risa floja. Nos acercamos. Nos besamos. No en la boca apasionadamente, por favor. En las mejillas, dos besos de saludo o de presentación, dos besos inconcebibles: ¡¿quién besa a la que va a ser su veterinaria en medio de la calle de un pueblo?! Pero nuestros cuerpos luchaban por encontrar su camino, más allá del protocolo social. Volvimos a reírnos entusiasmadas, como cachorros felices de reconocerse, con ganas de jugar, incrédulas y maravilladas.
Por fin, una eternidad más tarde, ella habló:
—¿Qué le pasa a tu perro?
—No se puede mover—, contesté, cualquier cosa: ¡yo NO tenía ningún perro!
—¿Y dónde está?
—En el coche—, dije señalándolo. Y ahí estaba el perrito, con las patas delanteras apoyadas en la ventanilla abierta, juraría que sonriéndonos, y agitando el rabo como si fuera su único propósito en esta vida.
—Bueno, moverse se mueve. Pero vamos a echarle un vistazo—, y Olga comenzó a reírse de nuevo, acercándose al coche. Y entonces el perro saltó por la ventanilla y corrió hacia ella como si fuese su dueña recién recuperada. Olga lo acarició y me miró divertida:
—Tu perro es una perra. 
—Ah. No tenía ni idea.— dije, mientras pensaba que esa perra era en realidad el mapa del tesoro.
—¿Y tampoco sabes que está preñada?
Oh, oh.

Y así es como se superan de un plumazo las fobias.
Dos semanas después estábamos juntas en casa, Fina, Olga y yo. Y cinco larvas peludas cagándose y meándose por todas partes.

Lo que no me explico ahora es cómo pude vivir hasta entonces sin ellas.

domingo, 5 de enero de 2014

Ya vienen Los Reyes

Y este año estamos solas.
Aurelio no quiere asumir su incomodidad  y ha decidido quedarse en El Sur con las gemelas. 
Aurelio es mi hijo, su incomodidad es Olga, mi esposa, y las gemelas son mis nietas, que acaban de cumplir cuatro años.
Sí, soy una abuela lesbiana.
Abuela joven, y lesbiana de pura cepa (mi única experiencia con un varón me convirtió en madre soltera a los 17 años, y después de aquello nunca volvió a interesarme practicar sexo con hombres. Esto es algo por lo que he tenido que dar demasiadas explicaciones en todo tipo de entornos, incluyendo los más radicales dentro del movimiento de feministas lesbianas, que hay que ver, lo que pueden llegar a marear a veces. Así que, a estas alturas de mi vida, me aburre extraordinariamente estar desarrollando este paréntesis, pero había que explicar que tengo una familia, con todas sus implicaciones, que a veces son densas. Como suele suceder en todas las familias, por otro lado).
A Olga y a mí nos encantan las celebraciones navideñas. Otra extravagancia que también hay que justificar más de lo necesario, ¿por qué a nadie le gusta ya la Navidad? Si prescindimos de la vorágine consumista (que lo hacemos) (más o menos), son unas fiestas bonitas. En este lado del mundo al menos, donde hace frío y anochece temprano y las decoraciones luminosas lucen como es debido y comer dulces tradicionales hipercalóricos no es un despropósito fuera de contexto: ¿quién puede zamparse un roscón con chocolate después de un día de playa? Es un disparate. Las niñas van a sufrir un cortocircuito cerebral, con tanto Papa Noel en bañador y tanto muñeco de nieve absurdo, porque no son de nieve, son de a-re-na: "Tenemos 35º y estamos haciendo kitesurf, ouh yeah".
Las fotos que me manda mi hijo son desopilantes.

Aurelio es un buen hombre, en general. Fue un niño bueno y dulce, luego un chico simpático, y después se casó, con 25 años y un bigote ridículo con el que pretendía parecerse no sé a quién (como madre hay realidades que me empeño en ignorar, así la vida es menos dura). Los primeros años de su matrimonio fueron tan convencionales que llegaron a provocarme cierto espanto. Pero, obviamente, su vida es suya y yo ya hice lo que me correspondía en su momento. Nunca lo he juzgado ni mucho menos cuestionado. Ni siquiera cuando se hipotecó hasta el fin de sus días para conseguir ese adosado pretencioso en las afueras de Madrid. O cada vez que aparecía con un coche más grande, más caro y más hortera que el anterior. O cuando solicitó otro crédito para costear la nueva cirugía estética de su ya operadísima esposa. Ni cuando decidieron resolver sus problemas de fertilidad recurriendo a un tratamiento excesivo y arriesgado: casi me convierten en abuela de quintillizos, fue muy afortunado que llegasen las gemelas y no ese equipo de fútbol sala que hasta determinado momento estuvo instalado en el útero de mi nuera. Ay, mi nuera. La Naturaleza, cargada con toda la sabiduría que a ella (a mi nuera) siempre le ha faltado, se ocupó de poner las cosas en su sitio: cinco no, dos, y vais que chutáis; en este mundo no caben ya más futbolistas... 

Y tampoco dije ni pío cuando hace un año Aurelio me dio la noticia de su traslado. Ya había pasado temporadas trabajando en el extranjero, algo que yo misma hago también a menudo. Pero esta vez es un periodo mínimo de cinco años, por motivos de producción, una oportunidad única porque además a Cuqui (el nombre absurdo de mi absurda nuera) le ofrecen integrarse en un equipo de investigación en la Universidad de Auckland. ¿Auckland? Sí, Auckland, ¡NUEVA ZELANDA! El Sur no es precisamente Almería, SON LAS PUTAS ANTÍPODAS.
Ahí sí que me quejé un poco.
—Vamos mamá, no es para tanto. Si a ti te encanta viajar y nunca has estado en Nueva Zelanda. Y podrás ver a las niñas por Skype todos los días, que ya casi saben usarlo ellas solas. Y vamos a venir mínimo una vez al año, y en las vacaciones de Navidad allí es verano, así que podréis ir a visitarnos y descubrir los rituales maoríes.
—Sabes perfectamente que Olga y yo siempre pasamos juntas las navidades, siempre. Y sabes también que ella no puede soportar más de tres horas metida en un avión, hace quince años que no ha regresado a su país por ese motivo, lo sabes de sobra. Eres un cabrón pero eres mi hijo y no tengo más remedio que asumir que tu vida es tu vida y mis nietas son tus hijas, aunque me resulte sorprendente que dos niñas tan hermosas sean fruto de progenitores tan tarados, la verdad. La vida está llena de misterios irresolubles. —Aquí tuve que sorberme los mocos discretamente antes de continuar— Haz lo que tengas que hacer, ya veré yo cómo me organizo. ¿Skype? Vete a la mierda, hay doce horas de diferencia.
—Sólo son diez...
—A la mierda. Detesto los kiwis.

Así que este año hemos vivido unas navidades tecnológicas y surrealistas (tomando las uvas frente al ordenador a la hora del almuerzo, por ejemplo), sin alborotos infantiles, sin gatos aterrorizados escondiéndose bajo los muebles, sin toneladas de polvorones ni fruta escarchada (sí, nosotras comemos esas cosas, tenemos tarjeta de cliente VIP en El Riojano, pero este año con un par de kilos ha sido suficiente...) Y lo mejor de todo, sin asesinatos de tortugas. Esa es una larga historia para contar en otro momento.

Mi chica y yo estamos solas, pero los Reyes van a venir lo mismo.
Tengo que preparar el avituallamiento de los camellos.
Feliz noche.

miércoles, 1 de enero de 2014

Igual me arrepiento. O igual no. (Propósitos de Ano Nuevo)

A lo largo de los últimos años de mi vida, he perdido ingentes cantidades de tiempo sentada delante de un ordenador, fisgoneando las vidas ajenas exhibidas sin complejos ni traumas en este cajón de sastre que es Internet. He sido testigo silenciosa de noviazgos que se han iniciado públicamente a través de blogs y redes sociales, me he conmovido al reconocer los rasgos de gente que no conozco personalmente en las caras de ¡sus hijos!, con los que no jugaré jamás, pero cuyos álbumes de fotos están al alcance de mi curiosidad. Me he indignado ante la falta de pudor y el exhibicionismo imperante. Y hasta he sufrido duelos por muertes reales de personas que nunca dejaron de ser un ente virtual al otro lado de la pantalla. 
Internet es raro.
No: yo soy vieja y todo se me vuelve extraño.
Y ahora estoy escribiendo aquí, ¡en un blog! por prescripción facultativa. Es el propósito de Año Nuevo, mi psicoanalista me recomendó que iniciase un proceso de introspección a través de la escritura. Y yo he llegado a la conclusión de que tengo que compartirlo, porque de otra forma no tendría el mismo resultado, ya que soy muy capaz de escribir mamotretos inexpugnables que después se extravían para siempre en los cajones. O en las entrañas del ordenador.
La idea es formar parte de un círculo social que no me comprometa a cosas que no esté dispuesta a hacer (ir de cañas, por ejemplo: no, gracias), pero que me permita exponer una parte de mí que necesita ser higienizada, por decirlo de alguna manera.
Supongo que tendré que hacer pública la dirección de este blog, entonces, para que haya feedback.
Pero, realmente, ¿a quién le va a interesar leer las insignificancias que acontecen en mi vida?
Supongo que a mí misma me interesaría, si se tratase de la vida ajena de alguien a quién ni conozco ni conoceré jamás.
Bueno, veremos si soy capaz de mantener el propósito.